El nombre de Pixies pesa en el imaginario colectivo como aquella banda de finales de los ochenta que sentó buena parte de las bases de lo que sería la música popular durante los primeros años de la década siguiente. Una de las precursoras del concepto de banda independiente, de cuyo estilo abrasivo y directo fueron deudoras bandas claves como Nirvana, Blur o Radiohead.
Siempre asociados a una especie de malditismo por no haber conseguido alcanzar el éxito, a pesar de la influencia de su propuesta, y convertidos en grupo de culto tiempo después de su disolución en 1993 tras la publicación de cuatro álbumes.
Y hasta ahí podría haber sido la historia del grupo, al que se recordaría como un pilar fundamental de un tiempo ya pasado, pero que, sin embargo, volvió a la vida, pasados veinte años, para continuar una carrera musical tan sólida como la de la primera época.
Pixies vuelven con el cuarto elepé de esta segunda época, octavo de toda su trayectoria, con un disco de canciones solventes, que transitan por el pop más clásico, pero que se abren a diversas influencias y que quizás lo convierten en su trabajo más accesible. Una vez más, mirando hacia adelante e incidiendo en su empeño por alejarse de toda nostalgia por su tan reivindicada, a día de hoy, primera época, mostrando tanto su inquietud artística como su valentía por renunciar a una más que probable exitosa carrera como banda revival.