(Arte Activo, Gasteiz, 2016)
Parece el mismo autor de cotidianeidades que en La agenda de Héctor, pero con más oficio, cosa que se advierte en el caleidoscópico juego de perspectivas: saltos del tú, que es un yo camuflado, o del camarero cacereño del Izarra (siempre aparecen baresen las novelas de Álex) a la 3ª persona de un cuento sufí, como miga predecible por la que resbala la crema de una cosmovisión nihilista, pues esta novela lleva entre líneas mucho de existencialismo.
El autor entrelaza dos historias, que son dos obsesiones amorosas: La de Rubén, especie de Werther de oficina, que desprende su obsesión por la belleza femenina en su continuo observar de cazamariposas de barra de café, y la del profesor maduro Koldo Crespo, atrapado en la red de la joven Alicia, una alumna, que bajo su apariencia de frívola Lolita, enamora al lector con su manera de entender el amor.
Ambas son dos historias de amor y desamor, con buenas dosis de erotismo, dos historias de encuentros y desencuentros que el autor va alternando en contrapunto hasta llevarnos al altozano desde el que observamos ese paseo bajo la lluvia por la playa de La Arena del profesor y la joven alumna, climax de la novela.
Hay dentro otra novela, La sonrisa de Nuria, ópera prima del profesor y escritor que solo se sugiere, pero que anuda en un a ambas historias. Es el libro que el joven Rubén descubrirá en las manos de la mujer del vestido vaporoso que tanto lo obesiona…
En fin., juego de espejos en el que asoman, a uno y otros lados, dos maneras de entender y vivir el amor y que se manifiestan en las dos formas de narrar, en segunda y primera persona alternativamente, que tal vez en el fondo no sean sino la misma y su reflejo.
Incrustaciones de guiones cinematográficos (he ahí un guiño de un escritor imbuido de cine) que tanto recuerdan al de Wody Allen de La rosa púrpura del Cairo o Sueños de seductor; vigorosas imágenes para explicar lo inefable, como la descripción de los ojos de la joven amada ( imán hacia los míos, una isla de escarpados arrecifes, que hacían embarrancar mis palabras hasta convertirlas en onomatopeyas sin sentido), metáforas y símiles audaces (su sonrisa estaba construida de caramelo, o sus sandalias que teclean canciones al piano del asfalto), logradas digresiones (“Qué fuerza interior te fuerza a fijar tu atención en ciertas personas y olvidar a otras más cercanas que también te rozan con su aliento cada mañana y te envuelven en sus perfumes de mora”), en fin, un contar medido y depurado que no hiere ni recarga el relato, concesión calculada del autor que el lector agradece.